jueves, 31 de diciembre de 2009

Nochevieja

La primera vez que salí en Nochevieja tenía catorce años. Fui con dos amigos a una fiesta que daba una chica de mi clase en casa de su abuelo. Antes de aquella noche, apenas había hablado un par de veces en mi vida con la anfitriona. Después, no la volví a dirigir la palabra. Es más, ni siquiera fui capaz de mirarla a los ojos. Dudo que tomase más de tres martinis con limón, pero me agarré un pedo lamentable y acabé retando en duelo a un compañero de clase con una escoba en una mano y una fregona en la otra. Íbamos tan ciegos que no conseguimos hacernos ni un rasguño, pero todavía tengo pesadillas con el enorme boquete que dejamos en la pared del pasillo. Desde ese día vivo con la certeza de que en el mundo hay al menos una persona que me odia.

Ahí empezó mi peculiar relación con la Nochevieja. Han pasado 16 años desde entonces y no recuerdo haberme quedado nunca en casa. Pero si tuviera suficientes neuronas como para hacer una clasificación de las 100 mejores noches de mi vida, que no las tengo, ninguna Nochevieja aparecería en la lista. Llevo un rato haciendo memoria y sólo me vienen a la cabeza cuatro o cinco noches, todas, por cierto, bastante surrealistas. La más bizarra, quizá, fue una que me tocó pasar en León en compañía de una prima de mi primo mientras éste ponía copas tras la barra y el resto de los parroquianos se liaba a hostias.

¿Os imagináis a 20 tíos pegándose entre sí durante media hora en un garito de unos 60 metros cuadrados? Pues hacía tanto frío en la calle que ni aún así salimos del bar. Pero sobrevivimos. Por cierto, todo empezó con una discusión entre dos chicas. Nunca olvidaré la cara de orgullo con la que las dos damas contemplaban la pelea. Ahí estaban esos caballeros contemporáneos defendiendo el honor de sus amadas a hostia limpia. Desde entonces, nadie ha logrado quitarme de la cabeza que la mayoría de peleas nocturnas están directamente provocadas por las ganas que tienen algunas chicas de comprobar cómo de macarra puede llegar a ser el futuro padre de sus hijos.

Por supuesto que no todas las chicas son así. N, por ejemplo, no necesita un novio macarra. N es macarra por ella, por mí y por los hijos que aún no hemos tenido. Me di cuenta hace más de seis años. Sufrí un bajón de azúcar, algo que me ocurría cuando era joven, y caí redondo en un bar de copas razonablemente conocido de Madrid. Cuando abrí los ojos estaba en la calle viendo cómo N se desgañitaba llamando hijo de puta a un gorila de dos por dos que, según ella, me había sacado casi a hostias del garito. No tengo ninguna duda de que si llego a tardar un minuto más en despertar, aquel animal la habría mandado al hospital. Debo parecerme mucho más de lo que me gustaría a aquellas chicas de León, porque cuando conseguí que N se calmara le dije por primera vez que la quería. ¿Adivináis qué día pasó eso? Pues no, esas cosas no pasan en Nochevieja. Al menos no a mí.

Hace años que decidí que no hay mejor plan para el 31 de diciembre que una fiesta en casa. Sobre todo si es en la de otro. No es que sea mucho más divertido, pero sale bastante más barato y no hay que pelearse con nadie para tomarse una copa. Este año he tenido suerte. Mañana despediré 2009 entre la casa de uno de mis mejores amigos y la de un colega de N. Eso sí, con el freno de mano puesto que el 2 de enero abren los quiscos. En circunstancias normales me sentiría muy desgraciado por tener que trabajar el día de Año Nuevo. Pero con la que está cayendo, y sobre todo con la que está por caer, no es un mal presagio lo de empezar el año currando. A ver si cuando acabe 2010 tenemos trabajo todos. Feliz año.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Feliz Navidad

No me las quiero dar de adolescente traumatizado porque tardarías poco en pillarme. Tuve una infancia feliz y una adolescencia tan normal como pueda serlo la de cualquiera. Sin embargo, recuerdo la Nochebuena con cierto regusto agridulce. Desde que tengo uso de razón la he pasado rodeado de mucha gente. Padres, hermanos, tíos, tías, primos, primas... Un ambiente familiar que habría sido la envidia de la mismísima familia Brady. Sin embargo, recuerdo también cierta sensación de soledad. Cuanta más gente había, cuando mejor ambiente se generaba, más diferente me sentía. Y eso me generaba un extraño sentimiento de culpa que tardaba varios días en sacudirme.

Desde hace ya un tiempo, en cambio, cada año por estas fechas me sorprendo a mi mismo contando los días que quedan para volver a reunirme con las mismas personas que hace años me hacían sentir tan diferente. Las mismas no. Por desgracia varias ya no están. Qué decepción. Creía que era una persona especial y en realidad sólo era un adolescente. Feliz Navidad.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Las lágrimas de El Cerilla

Tengo la costumbre de no fiarme nunca de lo que veo. Puedo cruzarme con un amigo íntimo por la calle y, si él no hace amago de saludarme, pensar que es un desconocido más y seguir caminando como si tal cosa. Quizá alguien pueda creer que es un síntoma de soberbia, pero tiene que ver con las cerca de siete dioptrías que acumula mi vaguísimo ojo izquierdo, que, a su vez, también tienen algo que ver con cierta inseguridad vital.

Por eso, cuando ayer eché un vistazo de reojo a la televisión y vi a Pep Guardiola con las manos sobre la cara y dando espasmódicas sacudidas, mientras Puyol levantaba trofeo del Mundial de Clubes, primero pensé que se estaba riendo; luego, que algún desconsolado hincha de Estudiantes le había arrojado un canto desde la grada. Empezaba a tomar cuerpo la sospecha de que se trataba de un gesto de cara a la galería de quien, además de un gran entrenador, también es un magnífico vendedor de sí mismo, cuando alguien exclamó: “Mirad, Guardiola está llorando”. Entonces me lo creí. Sí, estaba llorando.

Un rato después decidí romper la única promesa que me había hecho cuando empecé este blog: no escribir de nada que estuviera relacionado con el fútbol. Puede ser un buen propósito para el año que está a punto de entrar. No hagas hoy lo que puedas dejar para mañana es, sin duda, un lema que debo desterrar de mi vida. Pero será en otro momento.

No quiero hablar de esas lágrimas que tanto me costó creer, si no de algo que sucedió un poco antes. Quedaban diez minutos para el final del partido y el Barcelona perdía, otra vez, la final del Mundialito. Entonces Guardiola sacó del campo a Henry, el futbolista más veterano de la plantilla y posiblemente también el más endiosado, y metió a un chico del filial llamado Jeffren, al que buena parte de los culés todavía hoy no ponen cara. Con el fracaso acechando a la vuelta de la esquina, la mayoría de entrenadores, y esto valdría para cualquier director de cualquier grupo humano, habría apostado por dejar a la estrella. ¿Qué te van a echar en cara si caes con los mejores? Guardiola no lo hizo.

Cuando empezó a jugar le llamaban El Cerilla. Tenía planta de todo menos de deportista de élite. Por eso muchos no entendieron que Cruyff le diese en su día la batuta del Dream Team. Más sorprendió todavía cuando fue nombrado entrenador del Barça sin ninguna experiencia en Primera división. Su carrera ha estado en buena medida marcada por los riesgos que asumieron otros. Quizá por eso ahora lo está por los que asume él. Arriesgó cepillándose a Ronaldinho y a Etoo. Arriesgó con Busquets y Pedrito. Y arriesgó el sábado con Jeffren. Creo que las lágrimas de Pep delatan la tensión de un tipo que expone su credibilidad individual en cada paso que da. Existen muchas diferencias entre la cantera del Barcelona y la de los demás. Pero la primera de ellas es que el Barça tiene un entrenador capaz de jugarse su prestigio por un niño. Admiro a Guardiola por los éxitos que ha conseguido, sí, pero, sobre todo, le admiro por su valentía.

viernes, 18 de diciembre de 2009

El gremio del taxi

Quienes me conocen saben bien que en los últimos años es muy difícil liarme para tomar una copa en algún sitio que esté a más de un kilómetro de mi casa. Alguno pensará que es un capricho, pero no lo es. La cosa tiene una explicación muy clara. Todavía no se me ha pasado el frío de todas las madrugadas que me tiré de adolescente esperando taxis en las calles de Madrid. Cuando me quedaban ganas de caminar, acababa yendo a pie. Eso sí, jurando en arameo cada vez que veía pasar un 'pelas' completamente vacío pero con la dichosa luz verde apagada, y prometiendo que nunca más en la vida levantaría la mano al paso de un coche blanco. Las pocas veces que coincidía que me quedaban fuerzas y dinero, y que había algún garito abierto, claro, apuraba la noche hasta que abriera el metro.

Si por alguna extraña conjunción astral conseguía que me parara algún taxista, siempre le hacía la misma pregunta: ¿cómo puede ser que estén las calles llenas de gente esperando taxis y no haya casi coches trabajando? Las respuestas eran variadas, pero igualmente indignantes: por la noche no merece la pena trabajar, no hay más que borrachos; lo único que puedo conseguir es que me vomiten en el asiento o que alguno me dé un golpe y tenga el coche parado quince días... Uno llegó a decirme que la culpa era del Ayuntamiento y que lo que tenía que hacer el Alcalde era abrir de una vez el metro por la noche para que él pudiera trabajar sólo durante el día. Desde entonces nadie me ha podido quitar de la cabeza que el sector del taxi es el único que se puede permitir el lujo de no trabajar cuando más demanda hay.

Ayer, por suerte, entré a trabajar por la tarde y apenas sufrí las consecuencias del colapso que produjo en Madrid la huelga de los prefionales del taxi. Creo que cada uno tiene derecho a defender sus intereses de la manera que crea más eficaz. Pero tambien creo que las escenas vividas en la capital, con taxistas impidiendo a usuarios salir del coche de otros compañeros y amenazando con volcar cualquier taxi que vieran trabajando, retratan a un gremio que, casualmente, siempre anda preguntándose por qué tiene tan mala fama. Pues eso.

Esta noche cuando vuelva a casa del periódico volveré a indignarme al ver la glorieta de San Bernardo colpasada de coches en segunda y tercera fila delante del Iberia. "Tendremos derecho a cenar, ¿No?", me dijo un día un taxista indignado. Yo ayer entré a trabajar a las cuatro de la tarde y salí a la una y media de la noche. En ese tiempo tomé cinco mandarinas y un botellín de agua. Llegué a casa a las dos y cené un sándwich de pavo, un plátano y un yogur.

P.D: No soy un experto en política internacional. Hasta hace un mes no conocía la existencia de Aminetu Haidar. No sé si lo que ha hecho es correcto. No sé si amenazar con matarse es una medida de presión legítima. No sé si una huelga de hambre es lo más adecuado en un mundo en el que tantísima gente no tienen nada que comer. No sé lo que pensaría si Aminetu fuera mi madre. Pero la lucha de esta señora me ha emocionado.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Los otros hoyos de Tiger y la moral de EE UU

Hace unos días que he vuelto de un viaje a Estados Unidos. Sin llegar a los extremos de antiamericanismo sistemático de que hace gala buena parte de la izquierda española, confieso que no soy un gran fan de los descendientes del Tío Sam. Viví allí de niño y fui muy feliz. Años desués regresé como adolescente y aprendí, de forma algo traumática, dos lecciones que aún no he olvidado: primero, que nada es lo que parece, que cuanto más grandes sean las sonrisas, más profundas pueden ser las puñaladas; segundo, que el hecho de que una mujer pueda ser tu madre no es motivo suficiente para fiarte de ella. Muy útiles ambas, eso sí.

Este último viaje ha confirmado mi idea sobre algunos peligros de Estados Unidos. En este caso, el culpable, y nunca mejor dicho, ha sido Tiger Woods. El pasado sábado, el aeropuerto de San Francisco estaba aún forrado de gigantescos murales en los que se podía ver al golfista, recientemente nombrado mejor deportista de la década, andando entre matorrales sobre un texto que decía: "El camino hacia la excelencia no siempre está pavimentado". No sé si cuando se editó esa publicidad de uno de los múltiples patrocinadores que permiten al golfista embolsarse unos 100 millones de dólares al año, éste sabía cómo de pantanoso y traicionero podía ser ese camino. Pero ahora lo sabe.

Ha bastado el testimonio de una docena de señoras asegurando que han compartido cama con el deportista mejor pagado de la historia para que éste pase de ser el 'golden boy', el hijo, yerno, marido, padre y hasta nieto ejemplar a convertirse en una especie de apestado. Nos quejamos de la telebasura española, pero algunos programas estadounidenses hacen que Jorge Javier Vázquez parezca una hermanita de la caridad.

Pese a que al día siguiente de que saliera a la palestra su primera amante hizo pública una nota pidiendo perdón, algo que seguramente nunca debió hacer, el adúltero Tiger se ha convertido en una especie de traidor de la moral comunitaria. Mientras él anunciaba su retirada temporal de los campos -no se sabe si por su delicado estado de ánimo o para no aumentar aún más los ingresos gananciales de cara a un divoricio que se prevé espectacular-, algunos de sus patrocinadores, como Accenture, hacían público que ya no contarán con Woods. Otros, como Gilette, suspendían momentáneamente las campañas en las que aparece el golfista. Y la mayoría de los compatriotas de Tiger le señalaba con el dedo: "¿Qué le diremos ahora a nuestros hijos, ante los que te pusimos como ejemplo a seguir?"

Y yo me pregunto, ¿de quién es la culpa de que el 'Woodsgate' haya dejado niños desolados en Estados Unidos, si es que así ha sido, de Tiger o de los padres que convirtieron a un tipo capaz de meter una bola en un agujero en modelo ético y moral para sus hijos?

Cierto es que Tiger, a diferencia de su compatriota John Daly, nunca rechazó el papel de hombre perfecto. Quizá a partir de ahora decida mostrarse tal y como es. Pues parece que por mucho que cambie de vida no va a conseguir volver a ser el marido de Elin Nordegren. Ni el novio de América.

Con la frente marchita

No soy un gran melómano, la verdad. El cargador de CD's de mi coche lleva los mismos diez discos desde la última vez que lo lavé, es decir, hace años. La mayoría, por cierto, de Belle and Sebastian. Y al iPod lo castigué hace tiempo por no incorporar radio. Si paso más de una hora sin escuchar a un fulano largando noticias o sin conectarme a algún periódico en Internet me entra una angustiosa sensación de incomunicación. Será lo poco que queda de mi vocación periodística.

A lo que iba. En la música, no salgo de lo que los modernos llaman 'mainstream', pero dentro de eso tengo la costumbre de fijarme en canciones que, por algún extraño motivo, pasan inadvertidas para los demás. Y eso, por desgracia, incluye a los artistas que las han compuesto. Nueve de cada diez veces que voy a un concierto me ocurre lo mismo: vuelvo a casa frustrado y me enchufo la canción o canciones en cuestión a toda hostia hasta acabar saturado.

Me había prometido que no volvería a un concierto a no ser que resucitara Lennon o su reunieran los Smiths, pero ayer me invitó una amiga a ver a Sabina en el Palacio, donde, por cierto, me atrevería a jurar que, sumando sus votantes, PSOE e IU no sacarían mayoría absoluta en las gradas, pero ésa es otra cuestión. Tenía motivos de sobra para sospechar que ni el sexagenario cantautor ni ninguno de sus colaboradores interpretarían 'Con la frente marchita', canción que incluye una frase que se me quedó grabada desde el día que la escuché en el radiocasette del coche de mi padre: 'no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió'. Aún así mantuve la esperanza hasta que empecé a sentir los primeros síntimas de congelación en la calle Goya. Para colmo, esta vez no me pude consolar poníéndola al llegar a casa a todo volumen porque N estaba ya acostada. Cosas de la convivencia.

Así que, mientras recitaba mentalmente a Sabina en la cama, reflexioné: yo vivo añorando muchas cosas de mi adolescencia. La mayoría, afortunadamente, sí ocurrieron.

Esto nunca podrá ser un blog musical ni pretende serlo, pero coincido bastante con la crítica publicada por Fernando Neira en El País, aunque desprende cierto tufillo a ajuste de cuentas. "Sabina salva los platos porque atesora canciones majestuosas", dice Neira en el último párrafo, después de acusar al de Úbeda de haberse vuelto "burgués y conservador". Pero, entonces, ¿no habría sido más honesto haber empezado por ahí? Cuando manda la Pirámide Invertida, el orden de los factores sí altera el producto.