viernes, 18 de diciembre de 2009

El gremio del taxi

Quienes me conocen saben bien que en los últimos años es muy difícil liarme para tomar una copa en algún sitio que esté a más de un kilómetro de mi casa. Alguno pensará que es un capricho, pero no lo es. La cosa tiene una explicación muy clara. Todavía no se me ha pasado el frío de todas las madrugadas que me tiré de adolescente esperando taxis en las calles de Madrid. Cuando me quedaban ganas de caminar, acababa yendo a pie. Eso sí, jurando en arameo cada vez que veía pasar un 'pelas' completamente vacío pero con la dichosa luz verde apagada, y prometiendo que nunca más en la vida levantaría la mano al paso de un coche blanco. Las pocas veces que coincidía que me quedaban fuerzas y dinero, y que había algún garito abierto, claro, apuraba la noche hasta que abriera el metro.

Si por alguna extraña conjunción astral conseguía que me parara algún taxista, siempre le hacía la misma pregunta: ¿cómo puede ser que estén las calles llenas de gente esperando taxis y no haya casi coches trabajando? Las respuestas eran variadas, pero igualmente indignantes: por la noche no merece la pena trabajar, no hay más que borrachos; lo único que puedo conseguir es que me vomiten en el asiento o que alguno me dé un golpe y tenga el coche parado quince días... Uno llegó a decirme que la culpa era del Ayuntamiento y que lo que tenía que hacer el Alcalde era abrir de una vez el metro por la noche para que él pudiera trabajar sólo durante el día. Desde entonces nadie me ha podido quitar de la cabeza que el sector del taxi es el único que se puede permitir el lujo de no trabajar cuando más demanda hay.

Ayer, por suerte, entré a trabajar por la tarde y apenas sufrí las consecuencias del colapso que produjo en Madrid la huelga de los prefionales del taxi. Creo que cada uno tiene derecho a defender sus intereses de la manera que crea más eficaz. Pero tambien creo que las escenas vividas en la capital, con taxistas impidiendo a usuarios salir del coche de otros compañeros y amenazando con volcar cualquier taxi que vieran trabajando, retratan a un gremio que, casualmente, siempre anda preguntándose por qué tiene tan mala fama. Pues eso.

Esta noche cuando vuelva a casa del periódico volveré a indignarme al ver la glorieta de San Bernardo colpasada de coches en segunda y tercera fila delante del Iberia. "Tendremos derecho a cenar, ¿No?", me dijo un día un taxista indignado. Yo ayer entré a trabajar a las cuatro de la tarde y salí a la una y media de la noche. En ese tiempo tomé cinco mandarinas y un botellín de agua. Llegué a casa a las dos y cené un sándwich de pavo, un plátano y un yogur.

P.D: No soy un experto en política internacional. Hasta hace un mes no conocía la existencia de Aminetu Haidar. No sé si lo que ha hecho es correcto. No sé si amenazar con matarse es una medida de presión legítima. No sé si una huelga de hambre es lo más adecuado en un mundo en el que tantísima gente no tienen nada que comer. No sé lo que pensaría si Aminetu fuera mi madre. Pero la lucha de esta señora me ha emocionado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo mejor de este post, esa emocionante posdata del sí pero...Hay algo que conmueve y emciona en la actitud de Haidar, una rabia sin control, una entereza y una dignidad que (todas juntas) es casi imposible conjugar al mismo tiempo en el día real.

Respecto a los taxistas, quizá no escribieras todo eso si fueras rubia y tuvieras dos manzanas bien plantadas...

Pero como mi experiencia es similar a la tuya. Una parte de mi (viva el anonimato) se caga también en este esforzado gremio de pesados, pasotas y llorones...

Pero sería injusto si negara que a veces me he sentido en casa en esos coches públicos que te ofrecen una sensación de cobijo única. Cuando el mundo es velocidad, cuando el mundo fue vértigo, encuentras la pausa, la palabra amable o humana (por no hablar de la música o la ráfaga narrativa) de estos conductores coronados con parecidas limitaciones a las nuestras.